3.8.08

Mi amor por las máquinas se generó con la conciencia. Desde los compases hasta las cámaras fotográficas y sobre todo éstas últimas. Una vez tuve una cámara digital a la jamás le compré un estuche. Un día, mientras bajaba de un ruta trece, mi mochila cayó accidentalmente. Mi cámara se quedó ciega.

Es decir, capturaba pero no me decía qué exactamente. ¿Recuerdas ese texto estúpido de mails cadenas en el que la locura deja ciego al amor? Más vale que sí. Porque así lastimé yo a la camarita. Aprendí a escucharla, a moverme por el menú memoricé gracias al instructivo, me enfermé con ella; la apoyaba en mi frente o en la cintura para que la imagen no se barriera; sustituí el visor por mi punto de vista. Le pedí perdón llevándola conmigo.

Desde entonces he tenido pocas cámaras. Me gusta adivinar el proceso en su interior, nombrarlas, intercambiar nuestros papeles. También me gusta ingerir medicamentos, desde suspensiones hasta cápsulas bromosas. Me gusta pensar que mi cuerpo necesita algo que yo no tengo, que está afuera y que tiene que entrar, formar parte, recibir una cordial bienvenida. También uso lentes de contacto, compro tres pares cada seis meses, disfruto la sensación de colocarlos en mis ojos, me hace sentir máquina. El cuerpo es una máquina perfecta.

Todos lo saben (playlist del miércoles en el reproductor del carro) pero vivirlo intenso es diferente. Emocionante. No fumo, no me drogo, no estoy con nadie. Tampoco sola. Vigilo mi propio funcionamiento como si yo (lo que yo soy) estuviera afuera. Aún no soy la máquina perfecta.

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